Anima

Un viaje de exploración

La autoconsciencia es la capacidad natural que tenemos los seres humanos de conocer nuestra propia existencia.
Somos y sabemos que somos; conocemos y sabemos que conocemos. Este conocimiento de nosotros mismos nos permite experimentarnos como sujetos.  Cuando la vida pasa a ser mi vida me convierto en el agente responsable de la misma, me convierto en un individuo.
La autoconsciencia permite el surgimiento de la entidad psicológica a la que llamamos ego, y junto con el ego aparece también la capacidad de abstracción, análisis y racionamiento. El nacimiento del ego supone una escisión entre yo y el mundo. Esta diferenciación constituye
a su vez la base de la individualidad y la pérdida del paraíso de unidad de la primera infancia en la que el bebé se experimentaba como un todo no diferenciado del mundo.
El ego se encuentra en una situación de permanente soledad ya que su naturaleza consiste precisamente en experimentarse como algo separado del resto de la realidad. Con esta sensación de separación y el desarrollo de la capacidad de racionamiento, el ego empieza a formularse preguntas existenciales acerca de su papel en la vida.

¿Qué sentido tiene mi vida?, ¿Cuál es mi sitio en el mundo?

 No podemos delegar en otras personas las respuestas a estas preguntas.  Tampoco podemos huir de ellas. La autoconsciencia no solo me permite reflexionar acerca de mí mismo, también me obliga a ello. Invito al lector a hacer una pausa en la lectura y permitir que estas preguntas resuenen en su interior.  No hace falta intentar responder las preguntas, tan solo formularlas.
La autoconsciencia no es la única manera que tenemos de experimentar la realidad. No vivimos conscientes de nosotros mismos en todo momento. Hay otros modos de cognición.
La consciencia directa es otra manera de experimentar la realidad diferente a la autoconsciencia. En el modo consciencia directa desaparece el sentido del yo, nos olvidamos de nosotros mismos y fluimos con la vida sin separación. Aparece, por ejemplo, cuando estamos enfrascados en nuestros hobbies realizando alguna tarea con total atención. Nos sumergimos completamente en lo que estamos haciendo y de alguna manera nos fusionamos con ello, nos olvidamos de nosotros mismos, el tiempo pasa muy rápido y vivimos en el presente, en la tarea o actividad del momento.

Esta consciencia directa es continua en la primera infancia, antes de la aparición del ego. Ya de adultos todos buscamos estos momentos en los que ego separado puede descansar fusionándose con otra persona, con alguna tarea que estemos realizando, con la naturaleza…
A esta energía de unión o fusión acostumbramos a llamarla amor y en ella el sentido del yo se diluye, desaparecen las preguntas y por lo tanto también la necesidad de respuestas. 

La consciencia directa tampoco es continua, sino que se alterna con la autoconsciencia. Transitamos entre la separación y la fusión; entre sumergirnos en la vida y pensar acerca de ella; entre estar dentro del río o en la orilla.  El ego aparece, se diluye, vuelve a aparecer,se vuelve a diluir…
La meditación consiste en gran medida en permitir que esta alternancia se produzca de forma equilibrada. Habitualmente la autoconsciencia tiene demasiada presencia y esto impide que el ego pueda descansar.
Hemos descrito los dos modos de experienciar el mundo como una dicotomía con la finalidad de facilitar la comprensión. La realidad es que transitamos en una gradación entre estos dos polos. Hay un término medio entre sabernos totalmente fundidos con la realidad o completamente escindidos de ella. Este punto medio consiste en experimentarnos como parte de.  
Cualquier objeto o evento del que tengamos noticia podemos entenderlo como un todo o como una parte. Por ejemplo, no tenemos ninguna duda que un árbol es una entidad individual cuando lo observamos de cerca. Tiene unos límites que lo separan del resto de la realidad circundante y tiene unas características propias. Es un todo. Pero si subimos a la cima de la montaña y vemos este mismo árbol desde lejos, entonces se convierte en parte de una entidad más grande a la que llamamos bosque. El árbol es un todo o una parte según la perspectiva desde la que lo observemos. También podríamos acercarnos más al árbol y observar con un microscopio una de sus células. Observando la célula desde cerca la experimentaríamos como una entidad individual y separada en la medida que tiene unas paredes celulares que delimitan un adentro y un afuera, tiene un núcleo propio, una carga genética propia y un movimiento propio. Pero si volvemos a ampliar el campo y la vemos en su contexto, la célula se convierte otra vez en una parte del árbol. 

Los seres humanos también nos experimentamos a nosotros mismos a veces como una individualidad y a veces parte de algo más grande que nosotros mismos. Somos individuos únicos diferenciados de la realidad y al mismo tiempo somos parte de nuestra familia,
de nuestra cultura, de la especie humana, de la vida.

Como hemos visto hasta ahora podemos distinguir tres modos de experimentarnos:
-Podemos conocernos como individuos separados del mundo (soy una gota de agua)
-Podemos conocernos como parte de algo más grande que nosotros mismos (pertenezco a la familia “gotas de agua”)
-Podemos fusionarnos en la realidad (soy el océano).

Transitar con fluidez a través de estos tres modos reduce el sufrimiento y permite vivir con más plenitud. 

Volvamos ahora a la autoconsciencia y al ego. Es el ego el que nos lleva a leer este libro (o cualquier otro) con el propósito de adquirir herramientas para el autoconocimiento, el desarrollo personal o la trascendencia. Es el ego el que se propone cambiar, aunque paradójicamente el cambio a menudo pase por una disminución de su control y poder. Es el ego quien tiene la voluntad de cambiar y es él quien empieza la exploración.

Como ya hemos dicho el ego se experimenta a sí mismo a veces como parte y a veces como individuo único. 

En la medida que somos parte de algo más grande nos sabemos condicionados por fuerzas que gobiernan nuestra vida y que siguen su propio curso no siempre acorde con nuestros planes individuales.
No sabemos cuál es la intención de la vida con nosotros, ya que este algo más grande de lo que formamos parte tiene sus propias reglas.

En tanto que somos parte de la física estamos sometidos a sus leyes y no podemos, por ejemplo, decidir que la fuerza de la gravedad deje de actuar sobre nosotros. En tanto que somos parte de la vida estamos sometidos a los condicionamientos biológicos y no podemos, por ejemplo, decidir qué estatura tenemos ni tampoco nuestra raza. No decidimos nacer ni decidiremos cuando morir. Nacemos también determinados por unas características genéticas que van a moldear toda nuestra vida en múltiples aspectos. Y tenemos que cumplir unas obligaciones biológicas como comer cada día, resguardarnos del frío o dormir cada cierto período de tiempo. En tanto que somos parte de una familia tenemos otros tantos condicionamientos. Y en tanto que parte de una cultura y una sociedad estamos sometidos también a múltiples condicionantes.

Cuando nos damos cuenta de todo lo que nos condiciona parece que tenemos poco margen de libertad y que la vida nos gobierna a su antojo. Desde este punto de vista, la opción más razonable para ser felices es sintonizarnos con la realidad y aceptar con humildad aquello que
nos condiciona en tanto que somos parte de ello. Nos entregarnos a la vida y la aceptamos tal y como es. Cuando nos sentimos parte de podemos descansar en este sentido de pertenencia.  Cuando nos sentimos parte de una pareja, una familia, una cultura, un país, la naturaleza… o cualquier otro todo podemos descansar en esta red de cuales que nos da seguridad e identidad. 
Pertenecer limita la libertad, pero ofrece seguridad y refugio.
Por otro lado, tan cierto es que nacemos condicionados como parte como lo es también que vivimos con capacidad de escoger desde nuestra subjetividad como individuos separados del resto del mundo. Tenemos un margen de decisión individual y podemos sin duda trascender algunos de nuestros condicionantes. En cierta medida podemos cambiar y decidir sobre los condicionamientos de nuestro carácter y también sobre los familiares, sociales y culturales. Podemos dejar nuestro grupo de pertenencia de nacimiento y escoger otro. Podemos incluso influir en los condicionamientos genéticos ya que las predisposiciones innatas se activan o no dependiendo de lo que hagamos con nuestra vida.

Después de invertir el tiempo y energía necesarios requeridos por la biología, todavía disponemos de un remanente para utilizarlo como individuos. En la medida que nos empoderamos de este margen de tiempo y energía sobrante nos experimentaremos como dueños de nuestra vida.
Nuestro poder como individuos es poco… y al mismo tiempo es mucho. Algunas personas se empoderan de este margen de libertad y toman las riendas de su vida. Otras personas se pasan toda la vida reaccionando a las circunstancias externas y no se experimentan como individuos con una dirección sino como sujetos pasivos de la vida.

Hay una oración sobre cuyo origen no hay acuerdo que expresa y resume de manera brillante el tema que nos ocupa.

Dios mío,

dame paciencia para aceptar aquello que no puedo cambiar

dame fuerza para cambiar aquello que sí puedo cambiar

dame sabiduría para saber la diferencia

Estas tres frases derrochan sencillez, sabiduría y gran calado filosófico. Quién así ora toma su responsabilidad vital individual y al mismo tiempo tiene la humildad de saberse parte de algo más
grande que sí mismo. Pide a las fuerzas que gobiernan el universo y la vida que le enseñen a distinguir cuál es su margen de libertad, cual es su margen de acción y decisión individual. Entregarse a la vida y al mismo tiempo tomar la propia vida sin que esto suponga una contradicción.

Somos marionetas del destino como dijo Shakespeare y al mismo tiempo somos señores de nuestra libertad.

Retomemos en este punto las preguntas existenciales universales que nos formulamos en tanto que individuos dotados de autoconsciencia. Quizás todos los seres humanos deberíamos parar de vez en cuando para formularnos preguntas existenciales, preguntas sencillas y directas, preguntas que motiven decisiones vitales, preguntas conduzcan a la acción y no a la neurosis.  A menudo nuestro día a día transcurre en un remolino constante de acontecimientos externos y necesidades inmediatas a resolver que nos impide tomar distancia de
la inmediatez y explorar el sentido de nuestra existencia.

¿Estoy en el centro de mi vida?, ¿he creado en mi vida las condiciones que
me permiten pertenecer y al mismo tiempo ser dueño de mi libertad?

Algunas personas ya están en su sitio en el mundo sin necesidad de iniciar ninguna búsqueda. Se sienten en equilibrio y en paz tal y como están.
Otras personas se sienten incómodas en el sitio en el que están. Algo en ellas les dice que ese no es su sitio en el mundo por más que todo su entorno los quiera convencer de ello. No deciden sentir esta incomodidad, ocurre que la sienten.  Estas personas necesitan iniciar un camino de búsqueda, aunque iniciarlo y seguirlo quizás no sea fácil ni cómodo. Pero la recompensa es un fruto muy sabroso: llegar a sí mismos.
Un camino de búsqueda no tiene por qué suponer necesariamente iniciar un viaje geográfico, a menudo es un viaje interior. A veces “El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en cambiar los ojos.” Marcel Proust.

Una persona que siguió un camino de búsqueda fue Buddha. El Buddha histórico era un príncipe que vivía en un palacio, protegido de los peligros del mundo exterior y rodeado de todos los placeres posibles que su padre le proporcionaba. Y a pesar de tener una vida tan fácil y cómoda, se sentía incómodo. Algo en su interior le decía que no estaba en su sitio, que ese no era su camino.  Estaba en el sitio más fácil, pero era su sitio. Seguramente hubiera preferido no escucharse a sí mismo, distraerse de alguna manera, olvidarse de su voz interior y continuar
instaurado en su cómoda vida.  Pero no hubo manera de silenciar su propia esencia. 
Entonces se abrió un camino frente suyo. Necesitó recorrer un camino. Y inició un camino hacia sí mismo que no siempre fue fácil. De hecho, le fue muy difícil. Y tuvo que alejarse de algunas personas que seguramente se enfadaron o se sintieron dolidas.
Buddha no era un seguidor. Buddha no era budista. Siddhartha Gautama Buddha era un buscador de su libertad, un explorador, un investigador. Buscaba su libertad y la encontró. Y para hacerlo siguió su propio camino. Un día dejó atrás su vida de príncipe y salió a buscar respuesta a las preguntas existenciales que se plateaba. Este dejar atrás su vida de príncipe y su familia es una bella metáfora, la más bella fábula budista. Dejar atrás los condicionamientos limitantes para expandir su consciencia y explorarse como ser humano. Para ello tuvo que remar contra corriente.  La recompensa fue grande, el fruto más sabroso: llegar a sí mismo.
Lejos de la solemnidad y exotismo de un personaje como Buddha, hay otra deliciosa fábula que ilustra bellamente la búsqueda del propio sitio en el mundo: el cuento de el patito feo. Un cuento preñado de fuerza vital y significado existencial; un cuento que todos los progenitores deberían explicar a sus hijos. El cuento de el patito feo es una maravillosa y sencilla alegoría del camino hacia uno mismo que puede ser un estímulo para muchos niños y adultos que sienten que no están en su sitio.

Todos tenemos una brújula interior que nos indica el camino hacia la plenitud vital de igual manera que un árbol dispone de un sentido interior que le indica el camino hacia el Sol. Es un
sentido interno que nos dice si estamos en nuestro sitio o no. Esta brújula interna a veces pasa casi desapercibida silenciada por la costumbre o el miedo, pero siempre está latente en todo lo que hacemos.
Por más desconectados que estemos de nosotros mismos, por más perdidos que nos sintamos en el torbellino de acontecimientos de nuestra vida exterior, siempre hay un hilo que podemos recuperar para dirigirnos al fondo de nosotros mismos y conectarnos con nuestro sentido existencial.
No es con razonamientos que nos reconectamos con este hilo invisible sino con la actitud de escucha. Sólo tenemos que cambiar el parloteo interior por la escucha interior. Formularnos
preguntas y dejar que las respuestas emerjan del silencio.

Seguimos formulándonos preguntas que requieren parar unos minutos y permanecer en silencio escuchando hacia adentro, escuchándonos a nosotros mismos:

 ¿qué me llenaba de energía cuando
era un niño?, ¿qué me entusiasmaba?

En nuestra masía, en la que organizamos los retiros de meditación, a menudo presencio una escena que me causa una fuerte impresión. Una ventana de dos hojas ha quedado con una hoja abierta y la otra cerrada. Una mosca que está en el interior de la casa se dispone a salir a
través de la ventana, pero choca contra el cristal de la hoja que está cerrada.Lo intenta otra vez y vuelve a chocar.  Una y otra vez lo intenta y una y otra vez choca. Si se desplazara unos
centímetros a la izquierda encontraría el camino a la libertad y a la vida ya que la otra hoja de la ventana está completamente abierta. Pero persiste por la hoja cerrada. Al final muere exhausta de topar una y otra vez con sus propias limitaciones. Los seres humanos tenemos la capacidad de ver que la otra hoja está abierta.

Sabemos que nunca podremos liberaremos de todos los condicionamientos, pero al mismo tiempo también sabemos que podemos ser algo más que una mosca chocando una y otra vez contra el cristal del miedo y la costumbre.

La autoconsciencia nos permite formularnos preguntas motivadoras. Las preguntas son un motor que invita a explorar. Explorar nos permite encontrar una nueva dirección (o mantenernos en
la misma). Cada uno hacia su propia plenitud en este viaje que transcurre entre el nacimiento y la muerte al que llamamos vida.

En general, en mi vida ¿pienso, siento y actúo en la misma dirección?

Marc Ribé
Psicólogo humanista