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Las dos fuerzas que dirigen tu vida (y todo el universo)

Estás viv@ porque a 150 millones de kilómetros de la Tierra, los átomos de hidrógeno del Sol se aman. No es poesía, es física. Dos átomos hacen el amor y en esta unión desprenden una cantidad enorme de energía que nos llega a la Tierra en forma de luz y de calor. Las plantas reciben esta luz y, a través de la fotosíntesis, crean hidratos de carbono y proteínas que después sirven de alimento a los animales.


Toda la vida en la Tierra existe gracias a que los átomos de hidrógeno dentro del Sol se sienten atraídos y se unen. También nuestros padres se sintieron atraídos, se fusionaron en uno solo haciendo el amor y nos concibieron. El amor crea y sostiene la vida. No es una metáfora, sino una descripción de la realidad. Pero no solo el amor.

La ciencia física describe cuatro fuerzas naturales que rigen todos los fenómenos del universo: la gravedad, el electromagnetismo, la fuerza nuclear fuerte y la fuerza nuclear débil. Estas cuatro fuerzas permiten que todo lo que ocurre, ocurra. Hacen posible que los planetas giren alrededor del Sol, que podamos hablar por un teléfono móvil, que la leche fermente, que una supernova explosione a 1.000 millones de años luz de distancia de la Tierra, que nos mantengamos pegados al suelo o que un átomo conserve su cohesión interna. Las cuatro fuerzas rigen absolutamente todo, son constantes y existen por sí mismas. No necesitan ser alimentadas para seguir activas, no hay nada detrás de ellas. Son una causa final.

Las cuatro fuerzas se pueden clasificar en atractivas o repulsivas. Todo en el universo funciona uniéndose a o separándose de. Los humanos somos parte del universo. En nosotros también hay fuerzas psíquicas atractivas y repulsivas. Todo lo que sentimos nos impulsa o a expandirnos o a individualizarnos.
Existe una energía básica que nos empuja a acercarnos-expandirnos y hay otra que nos empuja a alejarnos-contraernos. Nuestro equilibrio interior depende en gran medida de cómo mantenemos el equilibrio entre estas dos fuerzas.
La fuerza que nos empuja a unirnos nos permite amar en cualquiera de sus formas, estar en relación, intercambiar y vivirnos como parte de algo más grande que nosotros mismos.
Por otro lado, la fuerza que nos empuja a separarnosnos permite desarrollarnos como individuos, protegernos y sentirnos libres y respetados.
Cuando estamos en esta fuerza nos vivimos como personas independientes, únicas, originales y con necesidades individuales diferenciadas de los demás.
Las dos fuerzas actúan al mismo tiempo. No podemos suprimirlas, estamos en su influencia queramos o no queramos. Cuando nos proponemos estar sólo en una de las dos, acabamos sufriendo.

Podemos ver nuestra vida como un vaivén entre la fuerza que une y la que separa. La primera etapa de nuestra vida la pasamos dentro del vientre materno, indiferenciados de nuestra mamá, en una unión profunda. Somos por completo parte de, es el paraíso prenatal. Cuando nacemos, empezamos el proceso lento y gradual de separación y diferenciación. En la adolescencia llegamos a la cumbre de la individualización y a partir de ese momento la fuerza que une (o amorosa) empieza a prevalecer de nuevo y nos impulsa al amor erótico-afectivo. Cuando estamos en pareja oscilamos entre la necesidad de espacio individual y la necesidad de unión, entre ser individuos y ser parte. Esta danza va a determinar en gran medida la calidad de nuestras relaciones afectivas. Crear una familia es otra manera de estar en la fuerza que une, aunque habitualmente los hijos, empujados por su propia necesidad de individualización, acaban alejándose. Cabe decir que la fuerza que une no se manifiesta exclusivamente hacia otras personas, también puede hacerlo hacia el conocimiento, el arte, la naturaleza, la divinidad o hacia uno mismo.

Otro ejemplo de esta dicotomía lo encontramos en los sistemas económicos (al menos, en su formulación teórica). También estos sistemas se basan en la prevalencia de una de estas dos fuerzas: el capitalismo, en la individualización, y el comunismo, en la pertenencia.

Todos los mamíferos nacemos del vientre de nuestra madre y a través de la lactancia establecemos un vínculo íntimo con ella y, por extensión, con nuestros semejantes. Necesitamos el contacto físico, vivimos en grupos, sentimos alegría cuando jugamos, tristeza cuando tenemos una pérdida, angustia cuando estamos separados de nuestro grupo y miedo o ira cuando nos atacan. Los seres humanos nos comportamos básicamente como mamíferos.

Las emociones son potencial de acción e impulsan al movimiento igual que lo hace la fuerza de la gravedad o la fuerza electromagnética. Las emociones atractivas nos empujan a unirnos y son: la alegría, el deseo sexual, la curiosidad, la angustia de separación, la ternura y la empatía. Las emociones repulsivas nos empujan a separarnos y son: el miedo, el asco y la rabia.
No hemos nombrado la tristeza porque es un caso aparte. La tristeza es la única emoción que no nos impulsa a movernos, sino a quedarnos quietos.  Tiene que ver con la pérdida o claudicación de la búsqueda de unión. Mientras hay posibilidad de conseguir unión sentimos angustia de separación que nos impulsa a buscarla. Pero cuando tenemos la percepción de que no la encontraremos o no la podremos recuperar, aparece la tristeza.

Cuando la fuerza atractiva (o amor) se expresa desde uno mismo y hacia uno mismo le llamamos autoamor. Es preciso diferenciar el autoamor de la autoestima. Si buscamos en el diccionario la palabra estimar, las dos primeras definiciones que aparecen son:
 -Calcular o determinar el valor o precio de algo.
 -Atribuir un valor a algo.
La autoestima es, según estas definiciones, algo condicionado a un valor. Cuando conseguimos logros a los que atribuimos valor, la autoestima aumenta. Cuando no los conseguimos, la autoestima disminuye. La autoestima es variable, puede subir o bajar según las circunstancias externas y la valoración de los que nos rodean.

El diccionario nos da una tercera definición de la palabra estima:
Sentir aprecio o afecto.  
Esta definición es muy diferente de las otras dos y se refiere al autoamor. El autoamor no puede aumentar ni disminuir, es incondicionado y constante. La autoestima usa el pasado como referencia. El autoamor se expresa sólo en el presente. Amo lo que hay en mí justo ahora, desligado de mi historia o autodefinición.

La energía amorosa hacia uno mismo es algo natural y siempre disponible. Es una energía que puede envolver cualquier otra energía. Es parecida a la energía que aparece cuando acogemos a un bebé en brazos. Aunque esté gritando o llorando, siempre lo acogemos con la misma actitud. No necesitamos entrenamiento ni hacer ningún curso para que se manifieste esta energía. Es una energía espontánea. Reconoceremos la actitud amorosa en nosotros porque es cálida, suave y envolvente. Puede envolver cualquier experiencia en el presente. Es un manto que envuelve aquello que somos y crea una relación de cálida intimidad con nosotros mismos.

Curiosamente, aunque es algo gratuito y siempre disponible, a veces nos cuesta conectarnos al autoamor. A menudo nos relacionarnos con nosotros mismos desde la dureza y la violencia interior. A veces incluso es algo inversamente proporcional a la relación suave y amorosa que establecemos con los demás. Suave y complaciente hacia afuera, y dura e implacable hacia adentro.
Los occidentales del siglo XXI vivimos en un paradigma social basado en el individuo. El capitalismo se basa en la idea de la meritocracia individual. Cada vez más personas viven solas en su vivienda privada. Los productos de consumo están cada vez más especializados en satisfacer las diferencias individuales. En el campo del desarrollo del potencial humano se habla de autorrealización y de crecimiento personal enfatizando las necesidades individuales y olvidando a menudo la dimensión grupal. Frases tan contrarias a nuestra naturaleza mamífera como “hay que aprender a estar solo” nos parecen muy normales, incluso, deseables. Se aplaude a los superhombres y supermujeres que pueden con todo ellos solos.

No podemos evitar ser mamíferos y como tales necesitamos el círculo, necesitamos relacionarnos con semejantes. El desarrollo del potencial humano pasa por el grupo, por la fuerza ancestral de la tribu alrededor del fuego. Aunque es necesario estructurarnos en lo individual, lo que realmente nos gusta a es la energía del amor. Aquello que cierra la fisura es el amor: amor a la vida, amor a una persona, amor al conocimiento, amor a la naturaleza, amor a la tribu, amor al propio amor.

Cabe señalar que esta fuerza que nos lleva a unirnos con otros no se manifiesta con la misma intensidad en tod@s. En algunas personas es más tenue lo cual se traduce en menos necesidad de contacto. A estas personas, más autónomas, a veces les cuesta un poco encontrar el encaje y sienten la necesidad de contacto de los demás como un agobio. Es su trabajo encontrar el equilibrio entre abrirse hacia los demás y retirarse en sí mismos. Cada persona es diferente.

Las dos fuerzas que gobiernan el universo entero también rigen en los seres humanos. Todos tenemos una tarea común, danzar entre las dos, pero el punto de equilibrio está en un sitio diferente para cada un@.